jueves, 22 de enero de 2015

Siete meses.

Los zapatos se hundían en el agua que había formado charcos profundos bajo la lluvia torrencial. Su apresurado andar hacía revolotear la gabardina, empapada ya mientras su boca expelía volutas blancas al ritmo de su respiración agitada. La mirada, frenética y nublada por las gotas depositadas en sus anteojos empañados, localizó por fin la puerta de acceso al edificio de su departamento. Sacó el llavero del bolsillo del pantalón, escogió apresuradamente la llave y la introdujo en la cerradura, girándola desesperadamente. Entró en el vestíbulo y se dirigió al ascensor. Oprimió el botón y con leves movimientos de su cabeza observó a su alrededor.

Nadie.

Mejor, mucho mejor. Odiaba llamar la atención de esa forma, empapado, calado hasta los huesos y escurriendo agua por todas partes. Por lo general, cuando una persona llama al elevador se queda contemplando el marcador de la parte superior para ver en qué piso viene el aparato, pero él simplemente se quedó con la mirada al frente, fija, mirando sin ver.

Pasó una eternidad, y el elevador no llegaba. Estuvo a punto de alzar la mirada, pero se mantuvo quieto. Escuchó una puerta abrirse. La portera. Maldita sea.
−Dios mío −exclamó doña Rosalba−; vaya si viene usted pasado por agua.
Él no quiso ni dirigirle la mirada; era darle importancia.
−Sí, ¿verdad? Ya ve, las lluvias nos están tratando muy mal.
−Y que lo diga, muchachito. Espere, le traigo una toalla.
Extendió el brazo, negándose aún a voltear para verla.
−No se moleste, Rosalba. Mire, ya llegó el elevador.
Las puertas se abrieron y el aire caliente le golpeó el rostro. Al fin. Qué salvación. Entró y rápidamente oprimió el botón del piso 11 sin voltearse. Le pareció que pasaba muchísimo tiempo, y al fin las puertas se cerraron, no sin antes alcanzar a escuchar la voz de la mujer en tono recriminatorio.
−De todas formas tengo que ir por el trapeador para secar, muchacho.

Giró sobre sí mismo, levantó la cabeza y dejó escapar un prolongado suspiro. Se recargó en la pared, apoyando las manos en la agarradera empotrada. Ahora experimentaba un confuso deseo de quedarse ahí durante mucho tiempo, y de hecho estuvo a punto de apretar el botón para detener el elevador, pero se contuvo. Llegó a su piso y salió arrastrando los pies, con la cabeza baja y escuchando los sonidos de sus pasos; los zapatos expelían agua y producían un sonido de succión nada agradable. Sólo le faltaba que alguien entreabriera alguna de las puertas, atraído por el sonido. Sentía su cuerpo arder y supo que su rostro estaba ruborizado, encendido. No se había guardado las llaves, por lo que las hizo girar hasta encontrar la de su puerta y abrió.
El departamento lo recibió con un leve olor a lavanda en el ambiente, sumido en la oscuridad. Mecánicamente depositó las llaves en un tazón que tenía sobre una mesa junto a la puerta. Comenzó a quitarse la gabardina cuando la oscuridad fue desgarrada por el resplandor de un brillantísimo relámpago, acompañado al mismo tiempo de un brutal estruendo. Muy a su pesar, brincó y sintió su ritmo cardíaco acelerarse. Encendió la luz y arrojó sin ceremonias la gabardina al sofá; se quitó los zapatos y caminó hacia la recámara, mientras desanudaba su corbata. Se fue desnudando camino al baño, dejando caer la ropa y marcando su rastro con huellas húmedas y gotas que aún le caían del cuerpo. Se quitó los anteojos, los depositó en el lavabo y abrió la llave de la regadera, metiéndose sin esperar a que saliera el agua caliente. Alzó la cabeza y dejó que el agua fría le lavara el rostro, tiritando y conteniendo la respiración. Conforme el agua se calentaba, sintió sus músculos relajarse uno a uno, produciendo una placentera relajación. Se inclinó y apoyó ambas manos en la pared, cerrando los ojos y sintiendo el agua ya caliente correr por el cuerpo entero; agachó la cabeza y se quedó en esa posición hasta que sintió que el agua ya le quemaba, sintiendo su respiración agitada y los latidos restallándole en los oídos, signos inequívocos de la jaqueca que ya llegaba. Descartó enjabonarse y cerró la llave. Tomó la toalla y evaluó si la anudaría a la cintura.

“Al carajo…”

Salió de la regadera, secó su cabello con la toalla y lo cepilló, mirándose distraídamente al espejo. La imagen que éste le devolvió fue la de un rostro desencajado, pálido, envejecido prematuramente. Pasó los dedos por su mejilla derecha, sintiendo la barba ya comenzando a crecer. Nunca le había gustado el vello facial, y paradójicamente en ocasiones tenía que rasurarse dos veces al día. Total, que nunca estaba conforme con lo que tenía. ¿No era así toda la gente, caramba? Mientras contemplaba su triste imagen, notó una lágrima, solitaria y acusadora, correr por esa misma mejilla.

“¿Qué es esto? No; es estúpido lo que está pasándome. Yo tengo el control, eso he aprendido en el curso de liderazgo al que me han enviado de la oficina. Mientras tenga el control de lo que estoy manejando y administrando nada va a hacer que…”

Se interrumpió al notar el nudo en la garganta y ver otra lágrima brotar del otro ojo. Su respiración comenzó a agitarse nuevamente, acelerando para convertirse en una serie de sollozos profundos y desgarradores. Se llevó las manos al rostro y dejó que se abriera el dique. El pecho y el abdomen le dolían cada vez que dejaba escapar un nuevo lamento, venciéndose y doblándose hasta quedar sentado en el frío mosaico. Todo su esquema de control mental y corporal se derrumbaba al influjo de las lágrimas que incesantes brotaban de sus ojos. Tratando de tranquilizarse, comenzó a secar las lágrimas con el dorso de las manos, cuando un nuevo acceso de sollozos lo invadió. Cerró los puños desesperadamente, en un período de locura pasajera y sintiendo cómo se clavaban sus uñas en las palmas. Notaba los brazos temblorosos, las venas levantándose cual tuberías de acero. Súbitamente los abrió en toda su extensión, crucificándose al sentir que el dolor se manifestaba en su más amarga dimensión. Abrió la boca.

Y gritó.
Gritó como animal herido.
Aulló desde lo más profundo de sus pulmones, dejando salir toda la amargura, toda la tortura contenida, todo el dolor que convertía su cuerpo en pasto para la bestia del sufrimiento, inmolándolo en un sacrificio desgarrador e insano. Todo era irreal; a pesar de lo que había creído, nunca tuvo el control de nada. La realidad que ahora lo rodeaba le mostró su verdadera cara, descarnada y temible como las calaveras, hacía apenas siete meses. Encogió las piernas y se abrazó a sí mismo, comenzando a mecerse hacia delante y hacia atrás como un niño desvalido, solitario y abandonado. Los sollozos comenzaron a tranquilizarse como el mar en la playa después de una tormenta.
Siete meses.
Antes de eso todo era tan diferente. Tenía el control de todo: sus subordinados, su relación con las amistades, su economía. Vamos, hasta su vida sentimental. Había logrado atrapar a la mujer de sus sueños, la que lo llenaba en todo y a la que el proveería de todo, absolutamente todo. Con el tiempo, Ana le había hecho ver sus fallas en el trato con subordinados y amistades. Él escuchaba condescendiente, amable; pero no daba importancia al asunto. Porque tenía el control. La relación comenzó a enfriarse, y él atribuía a Ana dicha situación. No era posible que se sintiera así, siendo que él le daba todo lo que ella pusiera desear: era injusto. Pero la situación ya iba cuesta abajo. Fue entonces, siete meses atrás, que decidió terminar la relación, aduciendo que necesitaba espacio porque no se sentía comprendido por ella; tal vez tenían metas diferentes. Fue para él una decisión lógica, cerebral y consecuente, a pesar de las lágrimas de Ana y el dolor que le producía a él. Pero a partir de entonces comenzó a experimentar el desamparo en su descarnada e inclemente dimensión. Diariamente al llegar al departamento sentía que era recibido por su nueva inquilina, la soledad, con su gesto burlón e irónico. A eso se aunó la renuncia de tres de sus subordinados. ¿La razón? Mal ambiente
de trabajo. Estuvo a punto de echarles en cara eso, pero se quedó helado al escuchar a uno de ellos.

“Tú no eres jefe. No lo eres porque tampoco eres un líder. Al llegar aquí nos indicaste la forma de trabajar, pero nunca nos diste la libertad para desarrollar nuestras potencialidades. Lo peor era cuando necesitábamos apoyo de tu parte en algún problema; entonces lo tomabas en tus manos, lo resolvías a tu modo y terminabas recriminándonos y haciéndonos sentir fatal. ¿Pero apoyo? No, eso no era apoyo, nunca lo recibimos de ti.”

Eran palabras muy parecidas a las que Ana le decía, obviamente con un tono amoroso y comprensivo. Poco a poco fue comprendiendo y midiendo el hoyo en el que había caído y del cual parecía no haber salida. Y al fin entendió. La única luz al final del túnel era él mismo; y si contara con el apoyo de Ana eso sería la gloria. Qué bueno que había comprendido. No sería humillante ir a buscarla y pedir perdón. No era tarde aún.
Así que fue a su casa, ilusionado de verla y regresar a esa relación que tanto le había dado. Cuando dobló la esquina de la calle donde ella vivía, la vio salir de su casa acompañada de un hombre, tomados de la cintura y riendo. Pudo ver el viento jugueteando con el hermoso cabello de ella y llevándose su risa cristalina y sin dobleces cuando echaron a caminar por la calle. La noche comenzaba a caer.

Fue entonces que la lluvia estalló encima de él, haciéndole sentir cada gota como la punta de una lanza que lo atravesaba sin clemencia. Fue entonces que emprendió el camino de regreso a su casa, enceguecido por la lluvia, acallando sus voces y sentimientos interiores.

Ahora, sentado desnudo en el frío piso de su baño, comenzó a notar la presencia de unos nuevos inquilinos. Los fantasmas que le echarían en cara muchas cosas.

Él creía haberle dado todo a Ana. Pero nunca le había demostrado su amor, nunca se había atrevido a ir más allá, sin preocuparse por el qué dirán, para hacerla sentir real, completa y avasalladoramente amada. Porque realmente la amaba… y la seguiría amando. Esa iba a ser la peor tortura.


Él, que estaba convencido de que en lo laboral muchos envidiaban su puesto, tomaba precauciones para protegerse de las puñaladas por la espalda, y por eso mantenía a distancia su relación con sus subalternos. Ahora comprendía que la tan temida puñalada provino de su propia mano.

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