Los zapatos se hundían en el agua que había formado charcos
profundos bajo la lluvia torrencial. Su apresurado andar hacía revolotear la
gabardina, empapada ya mientras su boca expelía volutas blancas al ritmo de su
respiración agitada. La mirada, frenética y nublada por las gotas depositadas
en sus anteojos empañados, localizó por fin la puerta de acceso al edificio de
su departamento. Sacó el llavero del bolsillo del pantalón, escogió
apresuradamente la llave y la introdujo en la cerradura, girándola
desesperadamente. Entró en el vestíbulo y se dirigió al ascensor. Oprimió el
botón y con leves movimientos de su cabeza observó a su alrededor.
Nadie.
Mejor, mucho mejor. Odiaba llamar la atención de esa forma,
empapado, calado hasta los huesos y escurriendo agua por todas partes. Por lo
general, cuando una persona llama al elevador se queda contemplando el marcador
de la parte superior para ver en qué piso viene el aparato, pero él simplemente
se quedó con la mirada al frente, fija, mirando sin ver.
Pasó una eternidad, y el elevador no llegaba. Estuvo a punto de
alzar la mirada, pero se mantuvo quieto. Escuchó una puerta abrirse. La
portera. Maldita sea.
−Dios mío −exclamó doña Rosalba−; vaya si viene usted pasado por
agua.
Él no quiso ni dirigirle la mirada; era darle importancia.
−Sí, ¿verdad? Ya ve, las lluvias nos están tratando muy mal.
−Y que lo diga, muchachito. Espere, le traigo una toalla.
Extendió el brazo, negándose aún a voltear para verla.
−No se moleste, Rosalba. Mire, ya llegó el elevador.
Las puertas se abrieron y el aire caliente le golpeó el rostro.
Al fin. Qué salvación. Entró y rápidamente oprimió el botón del piso 11 sin
voltearse. Le pareció que pasaba muchísimo tiempo, y al fin las puertas se
cerraron, no sin antes alcanzar a escuchar la voz de la mujer en tono
recriminatorio.
−De todas formas tengo que ir por el trapeador para secar,
muchacho.
Giró sobre sí mismo, levantó la cabeza y dejó escapar un
prolongado suspiro. Se recargó en la pared, apoyando las manos en la agarradera
empotrada. Ahora experimentaba un confuso deseo de quedarse ahí durante mucho
tiempo, y de hecho estuvo a punto de apretar el botón para detener el elevador,
pero se contuvo. Llegó a su piso y salió arrastrando los pies, con la cabeza
baja y escuchando los sonidos de sus pasos; los zapatos expelían agua y
producían un sonido de succión nada agradable. Sólo le faltaba que alguien
entreabriera alguna de las puertas, atraído por el sonido. Sentía su cuerpo
arder y supo que su rostro estaba ruborizado, encendido. No se había guardado
las llaves, por lo que las hizo girar hasta encontrar la de su puerta y abrió.
El departamento lo recibió con un leve olor a lavanda en el
ambiente, sumido en la oscuridad. Mecánicamente depositó las llaves en un tazón
que tenía sobre una mesa junto a la puerta. Comenzó a quitarse la gabardina
cuando la oscuridad fue desgarrada por el resplandor de un brillantísimo
relámpago, acompañado al mismo tiempo de un brutal estruendo. Muy a su pesar,
brincó y sintió su ritmo cardíaco acelerarse. Encendió la luz y arrojó sin
ceremonias la gabardina al sofá; se quitó los zapatos y caminó hacia la
recámara, mientras desanudaba su corbata. Se fue desnudando camino al baño,
dejando caer la ropa y marcando su rastro con huellas húmedas y gotas que aún
le caían del cuerpo. Se quitó los anteojos, los depositó en el lavabo y abrió
la llave de la regadera, metiéndose sin esperar a que saliera el agua caliente.
Alzó la cabeza y dejó que el agua fría le lavara el rostro, tiritando y
conteniendo la respiración. Conforme el agua se calentaba, sintió sus músculos
relajarse uno a uno, produciendo una placentera relajación. Se inclinó y apoyó
ambas manos en la pared, cerrando los ojos y sintiendo el agua ya caliente
correr por el cuerpo entero; agachó la cabeza y se quedó en esa posición hasta
que sintió que el agua ya le quemaba, sintiendo su respiración agitada y los
latidos restallándole en los oídos, signos inequívocos de la jaqueca que ya
llegaba. Descartó enjabonarse y cerró la llave. Tomó la toalla y evaluó si la
anudaría a la cintura.
“Al carajo…”
Salió de la regadera, secó su cabello con la toalla y lo
cepilló, mirándose distraídamente al espejo. La imagen que éste le devolvió fue
la de un rostro desencajado, pálido, envejecido prematuramente. Pasó los dedos
por su mejilla derecha, sintiendo la barba ya comenzando a crecer. Nunca le
había gustado el vello facial, y paradójicamente en ocasiones tenía que
rasurarse dos veces al día. Total, que nunca estaba conforme con lo que tenía.
¿No era así toda la gente, caramba? Mientras contemplaba su triste imagen, notó
una lágrima, solitaria y acusadora, correr por esa misma mejilla.
“¿Qué es esto? No; es
estúpido lo que está pasándome. Yo tengo el control, eso he aprendido en el
curso de liderazgo al que me han enviado de la oficina. Mientras tenga el
control de lo que estoy manejando y administrando nada va a hacer que…”
Se interrumpió al notar el nudo en la garganta y ver otra
lágrima brotar del otro ojo. Su respiración comenzó a agitarse nuevamente,
acelerando para convertirse en una serie de sollozos profundos y desgarradores.
Se llevó las manos al rostro y dejó que se abriera el dique. El pecho y el
abdomen le dolían cada vez que dejaba escapar un nuevo lamento, venciéndose y
doblándose hasta quedar sentado en el frío mosaico. Todo su esquema de control
mental y corporal se derrumbaba al influjo de las lágrimas que incesantes
brotaban de sus ojos. Tratando de tranquilizarse, comenzó a secar las lágrimas
con el dorso de las manos, cuando un nuevo acceso de sollozos lo invadió. Cerró
los puños desesperadamente, en un período de locura pasajera y sintiendo cómo
se clavaban sus uñas en las palmas. Notaba los brazos temblorosos, las venas
levantándose cual tuberías de acero. Súbitamente los abrió en toda su extensión,
crucificándose al sentir que el dolor se manifestaba en su más amarga
dimensión. Abrió la boca.
Y gritó.
Gritó como animal herido.
Aulló desde lo más profundo de sus pulmones, dejando salir toda
la amargura, toda la tortura contenida, todo el dolor que convertía su cuerpo
en pasto para la bestia del sufrimiento, inmolándolo en un sacrificio
desgarrador e insano. Todo era irreal; a pesar de lo que había creído, nunca
tuvo el control de nada. La realidad que ahora lo rodeaba le mostró su
verdadera cara, descarnada y temible como las calaveras, hacía apenas siete
meses. Encogió las piernas y se abrazó a sí mismo, comenzando a mecerse hacia
delante y hacia atrás como un niño desvalido, solitario y abandonado. Los
sollozos comenzaron a tranquilizarse como el mar en la playa después de una
tormenta.
Siete meses.
Antes de eso todo era tan diferente. Tenía el control de todo:
sus subordinados, su relación con las amistades, su economía. Vamos, hasta su
vida sentimental. Había logrado atrapar a la mujer de sus sueños, la que lo
llenaba en todo y a la que el proveería de todo, absolutamente todo. Con el
tiempo, Ana le había hecho ver sus fallas en el trato con subordinados y
amistades. Él escuchaba condescendiente, amable; pero no daba importancia al
asunto. Porque tenía el control. La relación comenzó a enfriarse, y él atribuía
a Ana dicha situación. No era posible que se sintiera así, siendo que él le
daba todo lo que ella pusiera desear: era injusto. Pero la situación ya iba
cuesta abajo. Fue entonces, siete meses atrás, que decidió terminar la
relación, aduciendo que necesitaba espacio porque no se sentía comprendido por
ella; tal vez tenían metas diferentes. Fue para él una decisión lógica,
cerebral y consecuente, a pesar de las lágrimas de Ana y el dolor que le
producía a él. Pero a partir de entonces comenzó a experimentar el desamparo en
su descarnada e inclemente dimensión. Diariamente al llegar al departamento
sentía que era recibido por su nueva inquilina, la soledad, con su gesto burlón
e irónico. A eso se aunó la renuncia de tres de sus subordinados. ¿La razón?
Mal ambiente
de trabajo. Estuvo a punto de echarles en cara eso, pero se
quedó helado al escuchar a uno de ellos.
“Tú no eres jefe. No
lo eres porque tampoco eres un líder. Al llegar aquí nos indicaste la forma de
trabajar, pero nunca nos diste la libertad para desarrollar nuestras
potencialidades. Lo peor era cuando necesitábamos apoyo de tu parte en algún
problema; entonces lo tomabas en tus manos, lo resolvías a tu modo y terminabas
recriminándonos y haciéndonos sentir fatal. ¿Pero apoyo? No, eso no era apoyo,
nunca lo recibimos de ti.”
Eran palabras muy parecidas a las que Ana le decía, obviamente
con un tono amoroso y comprensivo. Poco a poco fue comprendiendo y midiendo el
hoyo en el que había caído y del cual parecía no haber salida. Y al fin
entendió. La única luz al final del túnel era él mismo; y si contara con el
apoyo de Ana eso sería la gloria. Qué bueno que había comprendido. No sería
humillante ir a buscarla y pedir perdón. No era tarde aún.
Así que fue a su casa, ilusionado de verla y regresar a esa
relación que tanto le había dado. Cuando dobló la esquina de la calle donde
ella vivía, la vio salir de su casa acompañada de un hombre, tomados de la
cintura y riendo. Pudo ver el viento jugueteando con el hermoso cabello de ella
y llevándose su risa cristalina y sin dobleces cuando echaron a caminar por la
calle. La noche comenzaba a caer.
Fue entonces que la lluvia estalló encima de él, haciéndole
sentir cada gota como la punta de una lanza que lo atravesaba sin clemencia. Fue
entonces que emprendió el camino de regreso a su casa, enceguecido por la
lluvia, acallando sus voces y sentimientos interiores.
Ahora, sentado desnudo en el frío piso de su baño, comenzó a
notar la presencia de unos nuevos inquilinos. Los fantasmas que le echarían en
cara muchas cosas.
Él creía haberle dado todo a Ana. Pero nunca le había demostrado
su amor, nunca se había atrevido a ir más allá, sin preocuparse por el qué
dirán, para hacerla sentir real, completa y avasalladoramente amada. Porque
realmente la amaba… y la seguiría amando. Esa iba a ser la peor tortura.
Él, que estaba convencido de que en lo laboral muchos envidiaban
su puesto, tomaba precauciones para protegerse de las puñaladas por la espalda,
y por eso mantenía a distancia su relación con sus subalternos. Ahora
comprendía que la tan temida puñalada provino de su propia mano.